La “españolidad” de las empresas: ¿en qué consiste y qué sentido tiene?

He estado conversando sobre la cuestión de la “españolidad” de las empresas con Borja A. Araujo y, más allá de las cuestiones políticas (de dudosa legitimidad, sobre todo teniendo en cuenta la jurisprudencia del TJUE en relación con la acción de oro y los ecos a la protección de “campeones nacionales”) que han venido atrayendo la atención mediática a raíz del movimiento de agrupación de Sacyr y Pemex en Repsol (véase, por ejemplo, la sorpresa de Financial Times en relación con la obsesión del Ministerio de Industria por asegurar la “Spanishness” de Repsol: http://www.ft.com/intl/cms/s/0/c1c79412-d31f-11e0-9ba8-00144feab49a.html#axzz1Z2OVyL8C), nos ha costado llegar a una conclusión sobre qué significa la “españolidad” (o, por lo mismo, “americanidad” o cualquier otra “nacionalidad”) de las empresas, cómo puede definirse, y qué es aquello en lo que los Gobiernos deberían fijarse cuando se producen movimientos corporativos de este tipo.
Parece que, por mucho que estemos ante antiguos monopolios estatales en sectores que pueden considerarse estratégicos, el interés público debería quedar suficientemente garantizado con el correcto funcionamiento de los mecanismos reguladores (en este caso, la supervisión del grupo energético de la Comisión Nacional de la Energía) y con el análisis (en su caso) de los planes de inversión de las empresas, especialmente en relación con su política de empleo en el país y de apuesta por proyectos a medio y largo plazo.
Desde un punto de vista económico, parece que la “españolidad” se demostraría por la contribución de una empresa al empleo y el crecimiento económico del país y, por tanto, esa debería ser la preocupación principal (y, probablemente, la única legítima). Estas últimas cuestiones, en buena medida, dependerán de la estabilidad y atractivo del marco regulatorio, de modo que el Gobierno debe trabajar en mejorar el marco legal aplicable al sector energético (y darle credibilidad internacional y estabilidad) si quiere atraer inversiones productivas y creadoras de empleo. Resultados que, por desgracia, parece que se intentan alcanzar más a menudo a través de llamadas del Ministro al Consejero Delegado de la sociedad que corresponda que en los organismos reguladores sectoriales o en los comités encargados del desarrollo de propuestas normativas de contenido técnico.
Ahora bien, si lo que preocupa es el acceso a la tecnología de Repsol por un competidor (real o potencial, como es Pemex), o cuestiones más en la sombra, como que el centro de dirección efectiva del grupo se mantenga en España a efectos de garantizar que el grueso de los impuestos derivados de su actividad siguen pagándose en nuestro país (cuestión que no es baladí pero que, en todo caso, también dependerá en buena medida de la “nacionalidad” fiscal de los accionistas de cualquier sociedad, sobre todo si es cotizada), entonces empezamos a hablar de cuestiones distintas. Ya no es cuestión de garantizar la “españolidad” de la empresa, sino de aferrarse a cotas de poder o inmiscuirse en decisiones estrictamente empresariales que van más allá de las prerrogativas del Ministerio de Industria y, en general, de cualquier Gobierno—y, aquí, los ecos de intervención “de oro” a favor del “campeó nacional” empiezan a subir preocupantemente de volumen.
En resumen, y esta es mi opinión personal, si el Gobierno quiere atraer empresas para asegurarse un determinado volumen de recaudación y de empleo, lo que debe hacer es trabajar para desarrollar un marco normativo adecuado, estable y ajustado a las realidades de los negocios internacionales, especialmente en sectores estratégicos y de inversión a largo plazo como el energético. Por supuesto, el reto es más difícil que nunca en un entorno de crisis económica (e institucional), pero las llamadas de teléfono a las empresas tampoco parecen demasiado efectivas en este entorno (y, desde luego, no son deseables en ningún caso). Aprovechando la campaña que mañana se inicia, esperemos empezar a oír mucho más acerca de política energética y de atracción de la inversión (extranjera y nacional) y menos acerca de quiénes estarán al otro lado del teléfono.

Condiciones restrictivas en la contratación pública: ¿nunca aprenderemos?

Parece ser que, una vez más, nuestras Administraciones Públicas convocan concursos públicos que tienen un adjudicatario predeterminado. En este caso, se trata de la adjudicación de servicios de reparto postal por parte de los Ministerios de Economía y Fomento, que parece reservada a Correos (véase Expansión.com http://www.expansion.com/2011/09/23/juridico/1316811365.html?a=a3b76c9dad014abad8443ec5abce49c7&t=1316852440). La restricción a la competencia derivaría del requisito en los pliegos de contratación de que el operador adjudicatario cumpla con un requisito de fehacencia en la entrega de notificaciones administrativas que, por requisito legal, sólo tiene Correos. Situación contra la que, por cierto, ya se pronunció la Comisión Nacional de la Competencia sin que, hasta el momento, su Informe sobre el Anteproyecto de Ley de Servicio Postal Universal haya tenido impacto en la regulación postal, al menos en este punto (el informe está disponible en: http://www.cncompetencia.es/Inicio/GestionDocumental/tabid/76/Default.aspx?EntryId=38982&Command=Core_Download&Method=attachment)

En este caso concreto, pese a que se busquen fórmulas alternativas para asegurar el requisito de fehacencia de las notificaciones por operadores que no pueden acreditarla directamente, tales como requerir al adjudicatario que, simplemente, se encargue de depositar los envíos que deban ser certificados en Correos para su posterior tramitación por esta entidad (como hace, por ejemplo, el Pliego de prescripciones técnicas del propio Ministerio de Fomento: http://contrataciondelestado.es/wps/wcm/connect/PLACE_es/Site/area/docAccCmpnt?srv=cmpnt&cmpntname=GetDocumentsById&source=library&DocumentIdParam=84628c004701b4ca82dfe66bd687b734), el mercado se encuentra distorsionado por la negativa de Correos de abrir ese servicio a sus competidores, como está investigando la propia CNC (el 16/05/2011 incoó expediente sancionador contra Sociedad Estatal Correos y Telégrafos S.A. por posibles prácticas restrictivas de la competencia consistentes en la negativa a dar acceso a su red postal a las notificaciones administrativas depositadas por otros operadores, http://www.cncompetencia.es/Inicio/GestionDocumental/tabid/76/Default.aspx?EntryId=76954&Command=Core_Download&Method=attachment).

A buen seguro, podrían encontrarse formas de superar esta restricción de la competencia en la contratación pública de servicios postales, por ejemplo, flexibilizando el régimen de presentación de ofertas por lotes, que vendría a limitar el problema al envío de notificaciones administrativas (mientras que el resto de envíos quedaría a salvo). Adicionalmente, a efectos de asegurar la competencia en el futuro, sería deseable una modificación de la legislación para que varios operadores pudieran prestar servicios que requieran fehacencia. Y sería deseable también que, en caso de resultar sancionada por esta práctica restrictiva de la competencia, Correos se viera sometida a una prohibición de contratación con las Administraciones públicas durante un periodo prudencial, a efectos de dar efectividad a las medidas de liberalización en este ámbito. 

En todo caso, aún nos queda un largo camino en el que aprender a gestionar nuestra contratación pública de un modo pro-competitivo (véase la Guía de la CNC de recomendaciones al respecto http://www.cncompetencia.es/Inicio/GestionDocumental/tabid/76/Default.aspx?EntryId=53021&Command=Core_Download&Method=attachment, sobre la que, no obstante, mantengo una visión crítica: http://ssrn.com/abstract=1783062).

Inexistencia de una obligación de renegociar contractos anticompetitivos, ¿un desincentivo a la aplicación privada del Derecho de la competencia?

En su Sentencia de 31 de marzo de 2011, la Sala Primera del Tribunal Supremo ha venido a aclarar y dejar sentado que no existe una obligación general de renegociación de contratos que impliquen una infracción del derecho de la competencia, sino que la consecuencia "estándar" derivada de la infracción de la normativa de defensa de la competencia (tanto europea como nacional) será la nulidad total del contrato, salvo que se cumplan los requisitos de nulidad parcial por separabilidad de los pactos nulos (como indica el magistrado Xiol Ríos, Presidente de la Sala, en su comentario publicado en el Diario La Ley de hoy: http://diariolaley.laley.es/).

En extracto, el TS determina que "la consecuencia civil o de Derecho privado de que un contrato de suministro en exclusiva de carburantes y combustibles caiga dentro del ámbito de prohibición del art. 81 CE (hoy art. 101 TFUE ) [...] no es la obligación de las partes de transformar el régimen expresamente pactado en el contrato a otro diferente sino muy claramente, según la dicción literal de dicho art. 81 y la propia finalidad de los Reglamentos de exención, la nulidad de pleno derecho de los contratos, que además será por regla general una nulidad total y no parcial" y, de manera categórica, ratifica que "como declaran otras sentencias de esta Sala, la renegociación de contratos similares, con supresión de cláusulas contrarias al Derecho de la competencia, lleva consigo una alteración de la economía del contrato (STS 3-10-07 en rec. 3962/00), y no cabe imponer una renegociación automática (SSTS 29-12-03 en rec. 758/98 y 26-3-04 en rec. 1316/98)". La justificación última de esta posición rígida no es otra que la convicción del TS de que "esta Sala tiene que velar por la recta aplicación del Derecho de la Unión en el ámbito civil que le corresponde, sin legitimar negociaciones de resultado incierto en virtud de normas imperativas que tan imperativas son al establecer las prohibiciones fundadas en la defensa de la competencia como al establecer las consecuencias de incurrir en tales prohibiciones".

La STS de 31 de marzo de 2011 viene a plantear una clara insuficiencia de las acciones de aplicación privada del Derecho de la competencia de contenido estrictamente contractual.

Al configurar el resultado del  procedimiento civil de forma dicotómica (bien hay infracción y nulidad del contrato y, en su caso, indeminización de daños y perjuicios; bien no hay infracción de la normativa de competencia y, por tanto, se mantiene la relación contractual), la vía jurisdiccional civil será poco atractiva cuando no se desee la extinción de las relaciones afectadas por una infracción del derecho de la competencia, sino que se pretenda su ajuste a condiciones no restrictivas o abusivas.

En esos casos, en que el mantenimiento de la relación con el potencial demandado/denunciado tenga valor en sí mismo (lo que ocurrirá, especialmente, en los casos en que la contraparte contractual se encuentre en una posición de dominio, o en mercados oligopolísticos o muy estrechos, en que el número de posibles contrapartes esté limitado), será más atractiva la posibilidad de acudir a la vía administrativa presentando una denuncia que permita promover la asunción de compromisos por parte del denunciado (art. 52 LDC) o la imposición de condiciones por parte de la CNC [art. 53.2.b) LDC] que, en definitiva, permitan el mantenimiento de la relación jurídico-económica en términos no restrictivos de la competencia o no abusivos (y, en fin, que permitan una suerte de renegociación o de modificación imperativa de las relaciones contractuales en vigor).

Por tanto, la STS de 31 de marzo de 2011 parece encorsetar las posibilidades de desarrollo de mecanismos ágiles y flexibles de aplicación privada del Derecho de la competencia, al consolidar un desincentivo para el ejercicio de acciones civiles, salvo en casos estrictamente orientados a la consecución de una declaración de nulidad contractual y, en su caso, de una indemnización de daños y perjuicios. En definitiva, la STS de 31 de marzo de 2011 puede considerarse un paso atrás en el desarrollo de los mecanismos de aplicación privada del Derecho de la competencia en España, en que la sentencia de primera instancia en este mismo litigio había adoptado una solución mucho más flexible.

Agencias de rating y reputación, ¿por qué seguimos fiándonos?

Me parecen muy acertadas las consideraciones del presidente de la CNMV sobre la necesidad de reducir la dependencia de nuestros mercados financieros de las agencias de calificación o rating (http://www.elpais.com/articulo/economia/presidente/CNMV/pide/reducir/excesiva/dependencia/agencias/elpepueco/20110920elpepueco_11/Tes), especialmente para evitar los efectos sistémicos (fundamentalmente, especulativos) que sus decisiones de cambio (rebaja) de calificaciones crediticias han venido desatando en los últimos años. 

Sin embargo, en unos mercados tan sensibles a la información y en que los análisis deberían tener la misma validez que buena reputación el analista, parece que ese ajuste debería haberse producido hace tiempo y de manera natural. Las agencias han sido consideradas responsables (al menos parcialmente, pero en buena medida) de la crisis, especialmente por su manifiesta incapacidad para anticipar problemas que deberían haber detectado con relativa facilidad. 

Además, han quedado claras situaciones estructurales de conflicto de interés entre agencias de rating y emisores sometidos a valoración, medios de comunicación económica, etc--que, pese a la nueva supervisión a nivel comunitario, van a ser muy difíciles de regular y controlar de manera efectiva. Y, pese a todo, parece que en general seguimos dando credibilidad y validez a los ratings de las tres grandes agencias. 

La pregunta inevitable, por tanto, es ¿por qué seguimos fiándonos? Supongo que puede pensarse en muchas respuestas, unas más naïve que otras, pero en el fondo parece que la información financiera y económica es tan compleja y susceptible de interpretación (además de la intrinseca y creciente flexibilidad de una normativa contable cada vez más basada en principios generales) que resulta imposible de analizar y digerir para buena parte de los inversores en instrumentos financieros (al menos, para los más pequeños). Al contrario, para los realmente expertos (o más propensos a los riesgos), puede que el sistema de rating (por su transparencia y grado de difusión) permita el desarrollo de un complicado juego de apuestas a favor y en contra de tendencia (de calificación) que pueda resultar muy rentable si se mueven cantidades suficientemente grandes. 

En definitiva, parece que la reputación de las agencias queda en un segundo (o tercer) plano y que el sistema de calificaciones crediticias sigue existiendo por motivos espúreos o, cuanto menos, distintos de los que justificarían su verdadera existencia. Llegados a este punto, quizá haya que cuestionarse algo más que el modo de hacer nuestro sistema menos dependiente de las agencias.

La crisis como oportunidad de reforma: ¿nos atrevemos a racionalizar la universidad?

Es francamente desalentador leer las últimas noticias acerca de los recortes que afectan a la financiación del sector educativo, especialmente en lo relacionado con la universidad (que apenas alcanza a concentrar el 1% del PIB; véase, por ejemplo, http://politica.elpais.com/politica/2011/09/18/actualidad/1316371324_591613.html), porque ponen de manifiesto el escaso compromiso de nuestros dirigentes con un verdadero cambio del modelo productivo y con una apuesta cierta y atrevida por la sociedad del conocimiento y por la potenciación de sectores vinculados a la investigación e innovación. Además, el problema real de la fuga de cerebros (en una sociedad global, parece que las puertas de salida están más abiertas que nunca) y de la creciente irreversibilidad de una (todavía mayor) pérdida de calidad en la educación universitaria española no generan el alarmismo que deberían--y, sin embargo, son cuestiones que pueden determinar el potencial real de crecimiento y desarrollo de España (no sólo de nuestra economía) en los próximos 25 años.

Quizá esta crisis de financiación (que viene a agravar una crisis institucional y de modelo muy anterior y de raíces muy profundas) sirva como revulsivo para un verdadero rediseño de la universidad española. Cada vez más, parece inevitable entender esta crisis como una oportunidad de reforma, tanto en el fondo como en la infraestructura de nuestra educación superior. Hay que tomarse en serio las propuestas de clusterización o especialización de los centros que han venido susurrándose desde el Ministerio, minimizando la estructura a lo necesario para impartir una enseñanza de calidad (fusionando Facultades o, incluso, Universidades, por difícil que sea su deslocalización o reubicación) y, por otra parte, hay que llenar esas (menos) aulas con estudiantes  que quieran aprovechar los recursos que se ponen a su disposición.

Por tanto, es necesario redimensionar un sector claramente ocioso en algunas zonas y sobreestresado en otras (pero no aplicando criterios de tabula rasa o de medición dudosa de la productividad docente e investigadora), dignificar la profesión de investigador y profesor universitario y dotarla de un marco jurídico claro y estable y de unas posibilidades de carrera reales, implementar una política efectiva de becas al estudio y a la movilidad, y desarrollar un sistema de acceso y permanencia que se ajuste a la realidad (políticamente incorrecta) de que no todos estamos capacitados para completar unos estudios universitarios en cualquier campo de nuestra elección.

Mientras no nos planteemos reformas radicales al respecto, la inercia de la universidad que tenemos, unida a los cada vez mayores recortes de financiación, nos abocarán a una decadencia que empobrece nuestra sociedad civil a una velocidad y en unos niveles que no creo que alcancemos a ver objetivamente.

El nuevo deber de reparto de dividendos de las sociedades de capital: ¿dónde queda la autonomía de la Junta en la determinación del interés social?

La reforma del texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital (LSC) mediante Ley 25/2011, de 1 de agosto (http://www.boe.es/boe/dias/2011/08/02/pdfs/BOE-A-2011-13240.pdf) ha traído varias novedades destacables. Además de armonizar el régimen aplicable a sociedades anónimas y limitadas en diversas materias (por ejemplo, en su disolución y liquidación, optando mayoritariamente por las reglas aplicables a las SRL), la reforma de la LSC ha precisado algunas normas de funcionamiento de los órganos societarios y ha introducido unas cuantas mejoras técnicas que tienden a reducir la carga administrativa asociada a la vida societaria (por ejemplo, en relación con la publicación de anuncios y convocatorias en la web de la sociedad).

Sin embargo, no todas las reformas son de contenido esencialmente técnico ni suponen una simple armonización de las normas aplicables a SA y SRL. Llama especialmente la atención la introducción de un nuevo artículo 348bis que establece un derecho de separación de los socios en caso de falta de distribución de dividendos. Conforme a esta nueva previsión, que entrará en vigor el próximo 2 de octubre de 2011, los socios tendrán derecho a separase de la sociedad (forzando la consiguiente adquisición de sus participaciones o acciones conforme a lo previsto en los artículos 353 y ss LSC) cuando a partir del quinto ejercicio social no se repartan dividendos de, al menos, un tercio del resultado de la explotación. Literalmente, el nuevo artículo 348bis LSC prevé que:
1. A partir del quinto ejercicio a contar desde la inscripción en el Registro Mercantil de la sociedad, el socio que hubiera votado a favor de la distribución de los beneficios sociales tendrá derecho de separación en el caso de que la junta general no acordara la distribución como dividendo de, al menos, un tercio de los beneficios propios de la explotación del objeto social obtenidos durante el ejercicio anterior, que sean legalmente repartibles.
2. El plazo para el ejercicio del derecho de separación será de un mes a contar desde la fecha en que se hubiera celebrado la junta general ordinaria de socios.
3. Lo dispuesto en este artículo no será de aplicación a las sociedades cotizadas.

Es una previsión que viene a limitar la discrecionalidad de la Junta General (o, probablemente, más bien de los socios mayoritarios de las sociedades de capital) en la determinación de la política de reparto de dividendos y, quizá, podría entenderse como una norma de tutela de socios minoritarios.


Sin embargo, con independencia de su posible justificación formal (a la que, por cierto, no se detiene la Exposición de Motivos de la Ley 25/2011), se trata de una norma rígida e innecesariamente restrictiva de la autonomía de la Junta General en la determinación del interés social (en concreto, en cuanto al mejor uso de los resultados obtenidos para su promoción y desarrollo) y viene a establecer un derecho absoluto del socio a la percepción de un dividendo mínimo que altera nuestra concepción dogmática de los derechos económicos del socio como derechos abstractos (al menos, parcialmente) y que puede distorsionar las normas relativas a privilegios económicos (puesto que, de hecho, todas las acciones y participaciones ordinarias pasarán a gozar de un derecho al reparto de un dividendo mínimo que, hasta ahora, se venía reservando a las acciones y participaciones privilegiadas, en su caso).

Pese a que, desafortundamente, no sean pocos los casos de abuso de derecho de la mayoría en la política de dividendos--generalmente, mediante el no reparto sistemático e injustificado de dividendos, con el que se intenta "secar" a los minoritarios y tratar de forzar una venta de sus participaciones o acciones por debajo de su valor económico (véase el interesante artículo de ALFARO y CAMPINS en la revista OTROSÍ de enero-marzo de 2011, http://www.otrosi.net/pdfs/revista/5.pdf) --la solución impuesta por el nuevo artículo 348bis LSC no parece adecuada para resolver este potencial conflicto de intereses por su inflexibilidad y rigidez, por la limitación de la discrecionalidad de la Junta General en materia de reparto de resultados económicos y, por último, por su aplicación exclusiva a sociedades no cotizadas.

De una parte, es inadecuada por excesivamente rígida, dado que los límites temporales (5 años) y proporcionales (mínimo de un tercio) impuestos por el legislador como máximos a la política de no reparto de dividendos (o como mínimos obligatorios en su reparto) son arbitrarios e inflexibles. Nada parece justificar que ese sea el plazo o la proporción óptima de reparto de dividendos y, por tanto y como mínimo, debería haberse considerado la posibilidad de que las sociedades fijasen de manera individualizada cualesquiera otros plazos y porcentajes de reparto mínimo en sus estatutos.

De otra parte, es inadecuada porque se limita de manera muy significativa la discrecionalidad de la Junta General en la toma de decisiones (siempre difíciles) de no reparto de dividendos para el refuerzo de la estructura patrimonial de la sociedad. Especialmente en tiempos de crisis, en que el refuerzo de la solvencia de las sociedades es particularmente sensible, establecer una norma que obliga a las sociedades a repartir un tercio de sus resultados o enfrentarse a la separación forzosa de algunos de sus socios (potencialmente, cerca de la mitad) con la consiguiente reducción de sus reservas o de su capital, es particularmente contraproducente. Desde una perspectiva de política legislativa, parece precisamente un mensaje contrario al de pedir a los inversores que mantengan su participación en las sociedades y sus inversiones a largo plazo, especialmente en momentos en que el acceso a fuentes de financiación ajena es particularmente complejo y oneroso.

Por último, la nueva norma es inadecuada porque sólo resulta de aplicación a sociedades no cotizadas, con exclusión expresa de las sociedades cotizadas (que retienen plena discrecionalidad en la definición de su política de reparto o no de dividendos); y esta es la contradicción que quizá más cueste de entender. Se diría que los inversores que buscan en mayor medida la liquidez y rentabilidad en sus inversiones son los que acuden a los mercados de valores, mientras que los socios de sociedades no cotizadas asumen un tipo de inversión de carácter menos financiero (más participativo) o, cuanto menos, que puede regirse por criterios no necesariamente orientadas a la obtención de dividendos (o, al menos, no necesariamente con carácter periódico y cuantía mínima, aunque sea proporcional a la obtención del beneficio). Por tanto, en caso de resultar una norma de tutela de inversores minoritarios deseable (posición difícil de sostener), lo sería especialmente para las sociedades cotizadas, en que los accionistas suelen tener un mayor interés en la percepción de dividendos por el carácter más claramente financiero de su inversión.

En definitiva, se trata de una reforma casi camuflada de la LSC por la Ley 25/2011, que no se justifica en la Exposición de Motivos y que puede conllevar importantes desajustes con la concepción tradicional de los derechos económicos de los socios. Adicionalmente, la norma en sí es inadecuada por su excesiva rigidez y por la limitación de la discrecionalidad de la Junta General en las decisiones que afectan a la solvencia de la sociedad (especialmente en momentos en que debería protegerse especialmente) y, más aún y de manera contraintuitiva, no resulta de aplicación a las sociedades cotizadas. En definitiva, el nuevo artículo 348bis LSC no debe ser bienvenido, especialmente por la posible oleada de litigiosidad que puede generar en los próximos años.